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Hoy volví a ver a mi vecina griega y como siempre; cuando ella intuye mi intención de saludarla, me evade mirando hacia otro lado. Yo la saludo con un propósito aprendido, ya en desuso: -Buenos días- le digo, nunca me responde.
Estoy obsesionada con ella. Le he buscado un nombre de origen griego, La he llamado Calixta que viene de Kállistos - significa “bellísimo”. Así juego a los antónimos. Su expresión no es bella, es dura y triste. Se viste de negro y sus pañuelos y bufandas no atraviesan otra gama de color, vaga entre el gris y el café, como si estuviera de luto. ¿Tiene 40 o 45 años?
Aparte de su nacionalidad, son muy pocas cosas las que sé de ella; escucha música griega los sábados y sacude su alfombra con tal ímpetu, que debo correr a cerrar mi puerta trasera, para que el polvo no entre a mi cocina. También cuelga sus fajas y toallas en la cuerda de la ropa. ¿Cómo resiste fajas ajustadas vestida de negro en su trabajo? Dicen que trabaja en una fábrica de ropa donde la mayoría de trabajadoras son mujeres italianas, griegas y portuguesas. Se reagrupan a veces en la esquina, para tomar el autobús.
Cuando llegué a la Avenida del Parque hace tres años, ya ella vivía ahí. Las puertas de nuestros apartamentos son paralelas. Ella vive en el tercer piso y yo en el segundo. Allí nos encontramos en nuestros rituales de ingreso a nuestros apartamentos: En verano solemos dejar la puerta abierta, en su entrada se ve una escalera y en el mío; un corredor que va hasta la sala. En el invierno nos encerramos y en su momento, cada quién quita la nieve que se acumula en las puertas.
Aunque nadie me haya dicho que sufre; en mi papel de salvadora, quiero conocer su sufrimiento, saber qué lo produce, si es la nostalgia que invade a los extranjeros o si múltiples razones dibujan su desdicha. Algunas veces su llanto es como si rezara un largo rosario. También da alaridos cortos, como si se cubriera ella misma la boca. Los alaridos se acrecientan justo después de una visita que recibe ocasionalmente los fines de semana. La visita es de un hombre de mediana estatura con sombrero, de unos 60 años, de prototipo griego, muy parecido a los detectives de películas norteamericanas de los años 70. ¿Será su exmarido? ¿un amigo? ¿Qué noticias le trae? ¿será víctima de violencia? ¿Llorará de rabia? ¿historias de desamor? ¿El la abandonó? ¿Tiene más familia? Preguntas que hago en este curioso ejercicio de indagación.
Le pregunté a George, por ella. No la conoce. George también es griego y tiene un restaurante cruzando la avenida. En “Kalamári” venden la mejor taramosalata que he probado junto con el plato especial de la casa, calamares fritos. Su restaurante se llena de migrantes de todo el mundo, allí nos encontramos compartiendo exilios elegidos o impuestos, pero Calixta no viene aquí. Quizás como extranjera ella no se consuela. Como dice Kristeva, Calixta refleja como “la dura indiferencia, es el rostro inconfesable de la nostalgia.”
Hasta en el cine, la pienso. No recuerdo el nombre de una película francesa, donde una mujer israelita se suicida ignorada por la indiferencia de todo su edificio, me conmoví. Desde ese momento pensé que mi saludo, seguiría existiendo, en espera de que un día, ella me honre con una simple respuesta. Esta es una prueba de que no todas las respuestas que creemos simples, son fáciles.
El año pasado, una noche de septiembre cuando el otoño abraza y el frío inicia sus pasos de forma leve, una ambulancia con su sirena se estacionó en la calle. El reflejo de los giros de una luz roja, penetraba en todo el corredor de mi casa. Me levanté y me asomé por los vitrales desde la puerta. Una camilla escoltada por paramédicos, salía del apartamento vecino. Sobre ella iba Calixta con máscara de oxígeno. Nunca más la vi, pero siempre la recuerdo.
Nazly Mulford Romanos
Bonito relato. Que pena no haber podido saber cuáles de las suposiciones acerca de Calixta eran ciertas.
Amé esta historia!
Un final inesperado!!
Me dio tristeza el final