El tocador de mi madre era un espacio de ceremonias. Ella amaba los rituales, quizás sin saberlo. De niña me gustaba verla pintarse los labios con destreza y colgarse en su cuello, su joya favorita. Desde entonces supe, que para ella el amor y el oro guardaban una relación estrecha. Algo o mucho tendría que hacer yo para merecerlos. Realmente el metal nunca me importó un bledo; el amor, sí. Frente a su luna- espejo, aprendí a reconocer nuestras diferencias y comprendí el ostensible trabajo de respetarlas. A través del espejo y por siempre, nuestras miradas mantuvieron un diálogo de aprobación o condena. Así llegó la polaridad a mi mundo: bajo la disyuntiva del amor o el oro. Así aprendí a elegir. Cuando ya mi madre se había convertido en mi hija, se enfermó. Una noche extraña, estando juntas; apareció la abuela ya fallecida en el extremo de su cama. Sólo ella la vio. La abuela le pidió que se pusiera su rosario, después cerró los ojos y suspiró profundo. Había llegado la muerte. Pese al dolor, un aroma a jazmín invadió el cuarto. Allí rondaba el amor.
Namuro 2021
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