Por
Nazly Mulford R
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Era domingo el día que Luz Gregoria Rincón, afiló la punta de su lápiz en la tienda de la esquina. Esperaba ansiosa ese día, porque era uno de los más tranquilos en las calles de una Barranquillita inclemente y sucia. Vagaba por allí, el lugar donde algunas cocineras del sector se compadecían de ella y le guardaban sobras de comida. Así se alimentaba.
Tenía aproximadamente 50 años y solía evitar a sus compañeros de calle. Era diferente: por hablar bien, por ser blanquita y cachaca; la llamaban “la profesora”. También porque algunas veces, se le veía escribiendo.
En su escondite tenía una cama de buen cartón y tela. Debajo de su diminuta almohada, guardaba sus tesoros: su lápiz, algunas hojas de papel rescatadas en la basura, un espejito y una carterita con dos monedas: una de mil pesos y un sol peruano.
Esa misma noche, la paz de su morada fue interrumpida por un tipo que se abalanzó sobre ella. ¿Qué le podían quitar en este país de calles duras, donde la vida no vale nada? Eso le podían quitar: la vida. Defendiéndola, su propio lápiz entró con violencia en su yugular. Su arma para escribir viejos versos la usó el maleante para robarle su escondite.
Al día siguiente, el periódico local anunció su muerte como una N.N., pero las cocineras sabían su nombre. Nadie reclamó su cuerpo.
Ojalá la hubiese conocido. Seguramente tenía mucho para enseñarme.