En la capilla, sor Berta hizo su última genuflexión pidiéndole perdón a Dios por su pecado. Menos mal que era venial. Una vez más, se dejó llevar por esa pésima costumbre de tener alumnas predilectas que le hablaban de cerca. Así había aceptado la acusación de una niña hacia otra, y no se tomó el trabajo de verificar los hechos. De esta manera, Nora Isabel, a sus seis años, vivió y sintió la primera injusticia de su vida. Fue acusada de hundirle los ojos a una muñeca llevada, con bombos y platillos por su belleza, a una actividad del primer grado. La acusación fue tan fuerte que olvidó si lloró o se defendió. Lo que sí sabía era que su mamá no hizo ningún reclamo aceptando el cruel criterio de sor Berta, quizás por la creencia absurda de que a su hija la estaban educando. Nora Isabel dejó de querer a las muñecas y las abandonó a todas en su repisa empotrada. Se rodeó entonces de la magia de los libros y adoró leer en voz alta, como ninguna otra.
Algunos años más tarde, Nora Isabel supo, por cosas de la vida, que la condena de sor Berta fue tener horribles pesadillas. La trasladaban de un colegio a otro, pero nada la liberaba de las noches oscuras, en las que una muñeca con los ojos hundidos buscaba un lugar apropiado en su habitación con toda la disponibilidad de atormentarla. Algunas veces encendía velas en los rincones, pero en todo lugar la muñeca se le aparecía con gestos de querer moverse y hablarle.
Esta era una de las innumerables injusticias que cometió como directora de distintos cursos de primaria. Más que quejas había rumores sobre su soberbia y maltrato. Ningún rosario podría salvarla de su listado de injusticias perpetradas en nombre de su poder y sus creencias. La única capaz de enfrentarla fue la muñeca de los ojos hundidos que ya no podía mirar más a las niñas. Ella si sabía quién le hundió los ojos.
Nazly Mulford R
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