Relato
Cuando Rosa llegó a nuestro barrio, proveniente de un pueblo vecino, tenía diecisiete años; y yo, doce. Ella llamó mucho la atención, por ser la primera chica rubia y de ojos azules que llegó a nuestra cuadra. Poco tuvo que hacer para integrarse a las otras “peladas” de su edad, todas envueltas en la fantasía de conseguir un novio, con el fin de casarse y tener una familia; lo único que se creía que las mujeres podían hacer en ese entonces.
Cada día y durante muchos años, a golpe de las cinco de la tarde, cuando el sol empezaba a descender entre nubes rosas y una brisa leve llegaba a las aceras; en la esquina de la calle Larga, se armaba un corrillo al que Rosa entró contando anécdotas de su terruño. Del corrillo recuerdo muy bien a Olga, Lupe, Isabel, Gladys y a María Antonia. Ellas cinco se reunían para hablar de lo humano y poco de lo divino. Yo tenía cierta fascinación por colarme a escuchar las conversaciones de las más grandes y por eso particularmente ese corrillo llamaba mi atención. En el corrillo recibí la única información que tuve sobre la sexualidad. Así me encariñé con ellas, con sus alegrías y sus tristezas, sus indecisiones y sobre todo aprendí, de sus escasas experiencias amorosas. Algunas veces cuando me veían me decían que me fuera, que no era tema de menores; otras veces, yo simulaba ser invisible y me sentaba muy cerca como distraída intentando cazar las palabras en el aire. Digamos que escuché lo de los primeros besos, que si con lengua o con los labios, que si te muerden, que si sentían un bulto duro rozándoles el pubis y manos atrevidas contorneando sus pechos. Eran voces que hablaban entre el miedo y la vergüenza. Sin conocerse a sí mismas, fueron al encuentro de los hombres soñados con quienes habían decidido hacer su vida.
En el poste de esa esquina quedaron escritos sus nombres por siempre, con una retahíla de pacto en nombre del cariño que se guardaban. Era una esquina que gozaba de distintos públicos y horarios de encuentros. Lo bueno del corrillo es que perduró en el tiempo: todas tenían la oportunidad de volver allí, no de la manera regular “de todos los días” pero con o sin razón por algo, todas se quedaron a vivir muy cerca y hasta en la misma cuadra.
De todas ellas, solo dos: María Antonia e Isabel explicaron una vez, lo que se sentía en un orgasmo sin nombrarlo por su nombre. Alegría, ebullición, frenesí, alivio, placer… Para las otras, el sexo era una tortura. El corrillo fue una especie de confesionario íntimo donde develaban todo lo que tenían que hacer en su vida de casadas. Sus maridos llegaban borrachos y las tomaban a la fuerza, rápidamente y con penetraciones bruscas, cuando ellos querían. No eran capaces de mirar sus propias vaginas y mucho menos de descubrir si podían prodigarse placer a si mismas. Lamentablemente ellas fueron adeptas a las prédicas de la iglesia y sus colegios y habían incorporado a su estilo de vida, el sometimiento junto con el pecado. Querían seguir viéndose bonitas, “calladitas”. Como decían en casi todos los pueblos del caribe, así suelen ser las niñas juiciosas.
A pesar de que la píldora anticonceptiva acababa de irrumpir en el panorama de las mujeres, y llegaban las noticias del invento que revolucionaría el mundo en el siglo XX; sobre todo el de las mujeres, ninguna de ellas se dio por aludida frente a esta opción que mejoraría la calidad de vida de muchas familias. Ellas, por el contrario, contemplaron desde adolescentes entregar sus sueños inalcanzables a sus retoños para que ellos los hicieran realidad. De esa manera se predestinaban las vidas ajenas.
La fatalidad se cruzó en la vida de las mujeres que integraban el corrillo. Una a una se fueron enfermando y entristeciendo, sin poder salir de esa penumbra que instalan el miedo y la vida insatisfecha.
Rosa perdió su belleza y palideció deprimida frente a sus hijos varones, que no sé por qué, nunca aprendieron a respetarla. Gladys murió muy joven de lupus y dejó dos niñas al lado de un padre descuidado. De las seis se salvaron dos, precisamente María Antonia e Isabel que pudieron irse a otras ciudades y abrirse a otros mundos en compañía de hombres emprendedores y amorosos.
Siempre recuerdo toda la vida vibrante de la esquina donde se juntaba el corrillo. Luego de irme de allí, preguntaba por ellas, al igual que ellas lo hacían por mí. Así me fui enterando de los rumbos de sus vidas. Poco a poco el corrillo dejó de existir y la calle Larga se fue llenando de nuevas gentes y negocios. Escuchar aquellas voces entusiastas al comienzo, y fatales al final, en sus experiencias de vida adulta; me dejó algunas claridades relacionadas con una pregunta que no dejo de hacerme y que deben incluirse en el manual personal de la vida ¿Qué quieres vivir? ¿Qué no quieres vivir?
Nazly Mulford Romanos
“Se salvaron dos …. Q pudieron irse a otras ciudades …” es tan real eso ❤️ Q bello
Así es, en cada poste de pueblo o de barrio, laten historias de amores y desamores....
Gracias por tan bello relato